Pasadas ya las fiestas navideñas, se hace necesaria una reflexión sobre la forma de festejarlas.

El origen litúrgico de las mismas está en la celebración de un Misterio cristiano, el nacimiento del Hijo Único de Dios, Jesucristo, que toma cuerpo para redimir a toda la Humanidad del pecado original. Esto es lo que nos enseñaron a todos aquellos que recibimos una educación católica, aunque la cercanía con el solsticio de invierno hace sospechar que es la cristianización de una fiesta pagana, las Saturnalias romanas, que se celebraban por estas fechas y en las que todos, en un ambiente festivo, se realizaban regalos y se rompía el orden establecido durante unos pocos días. Es más, en el Bajo Imperio Romano el nacimiento del dios persa Mitra se celebraba ¡el 25 de diciembre!, lo que señala con más evidencia todavía la cristianización de un ritual pagano. Sea cual sea el origen, quizás estas fiestas sean tan viejas como la misma Humanidad. Lo que es nuevo es la forma actual en que las celebramos: el consumo desaforado.            

Supermercados llenos de gente con carros a rebosar, tiendas de alimentación con colas enormes, estanterías llenas de juguetes para satisfacer el menor capricho infantil, padres desesperados por encontrar el juguete regalo de los Reyes Magos, los ciudadanos corriendo de un sitio a otro con bolsas llenas de obsequios para la familia o los amigos, todo nos indica que nuestra cultura tiene por modelo de felicidad el consumo de cosas innecesarias para nuestra vida. Es cierto que una publicidad agresiva nos incita al gasto continuamente, desde las pantallas de televisión, los anuncios en la radio, los carteles navideños, etc. Pero también es verdad que el hombre posmoderno se deja llevar con demasiada facilidad por estímulos externos, como si su voluntad hubiese sido debilitada y hubiera perdido la propia capacidad de decisión. En EE. UU. una encuesta reciente reveló que la mayoría de ciudadanos estaría dispuesta a perder parte de sus libertades a nivel de protección de datos personales si eso conllevaba la seguridad del Estado y el mantenimiento del nivel de vida que poseían.            

La pérdida de valores de nuestra civilización se hace bien patente en estas pasadas fechas. La religión ya no tiene el impacto moral y ritual de hace unos decenios, la muerte de las ideologías y de los partidos políticos como encarnación de ellas es algo demasiado evidente, el ideal revolucionario ha muerto. Nos queda el ideal hedonista y la búsqueda de comodidad material y psicológica a cualquier precio. Se ha perdido la conciencia de clase social; el obrero ya no se siente obrero, sino un simple trabajador temporal. El buen burgués, laboralmente hablando, ha desaparecido. La precariedad laboral y el rechazo de los valores éticos asociados al trabajo fomentan, más que nunca, que el individuo se sienta solo frente a una sociedad agresiva y busque refugiarse en modelos humanos impuestos por la publicidad. Además, las relaciones humanas están en decadencia, con el modelo familiar desfasado, la educación infantil y juvenil en manos de la televisión y de unos padres permisivos por estar demasiado cansados y por falta de valores educativos que mantener, con familias rotas; el número de individuos que viven solos ha aumentado un 50% en el primer mundo desde 1980.             

Además, la revolución tecnológica agrava el problema. Se ha calculado que en el primer mundo el tiempo no trabajado es el 82-89% del tiempo que pasa despierto el individuo. Es decir, si estamos despiertos 16 horas, sólo trabajamos dos de ellas. El resto del tiempo debe emplearse en algo. Y ese algo se busca fuera de nosotros mismos. Hoy en día la publicidad, más que un producto, vende un estilo de vida. Tratan de crear un vínculo emocional. Piensen en el Just do it, de Nike, piensen en el Be your self¸ de Calvin Klein. Para tener una dimensión del impacto global del consumo, debemos saber que en las sociedades desarrolladas representa la mayoría del PIB En EE.UU. el 70% de la economía está sustentada en el consumo interno. A nivel mundial, el consumo estadounidense representa el 20% del PIB mundial. Parece, entonces, que estamos abocados al consumo si no queremos enfrentarnos a una recesión económica irreversible.            

Lo peor es que todo esto no nos ha hecho más felices. La tasa de depresiones se ha multiplicado por siete sólo entre 1970 y 1986. Se confía la salud física y psicológica al consumo de productos fármacos adictivos, tipo Prozac, Viagra, etc. Los individuos son cada vez más frágiles emocionalmente. Pensemos en el comportamiento infantil de los adultos, que visten como adolescentes y se comportan como adolescentes, en una vuelta psicológica a una infancia que se imagina el paraíso perdido. La vida se nos hace más insoportable conforme aumentan incesantemente las ventajas y comodidades materiales. Recordemos la frase que una vez trajo a colación Woody Allen: Dios ha muerto, Freud ha muerto y, en cuanto a mí, no me siento bien.            

Las soluciones para salir de este atolladero no vendrán de los Gobiernos  estatales, ni de las campañas publicitarias que nos puedan hacer para impactarnos sobre nuestro modo de vida. Las soluciones deben ser individuales y colectivas, pero han de surgir de la propia conciencia del individuo y de una naciente conciencia social que trate de recuperar los valores perdidos, o mejor dicho, de volverlos a vivir, pues están dentro de nosotros y, en el fondo, los echamos de menos. La felicidad no está en las cosas, sino dentro de nosotros mismos. Urge viajar hacia nuestro interior y rescatar de nuevo esos valores éticos y filosóficos que jamás pasan de moda. 

Javier Ruiz

 (Nota: los datos estadísticos han sido tomados del libro La felicidad paradójica, de Pilles Lipovetsky).

 

Utilizamos cookies para asegurar que damos la mejor experiencia al usuario en nuestra página web. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies.