El Antiguo Egipto siempre ha sido sinónimo de enigma y de misterio entre todos los estudiosos que se acercan a tan majestuosa civilización.

     Para nosotros, hombres del siglo XXI, rodeados de adelantos tecnológicos por todas partes y que hemos hecho del mundo una aldea global gracias a las autopistas de la información, sigue siendo un misterio cómo se construyeron las pirámides, los templos tallados en la roca, las estatuas de los dioses y de los faraones divinizados. El mismo nombre de Egipto ya nos indica el misterio, el secreto, pues es el nombre que los griegos dieron a la tierra mágica de Kem. 

     De ese misterio destaca sus hazañas arquitectónicas y artísticas. Resulta evidente que nuestra civilización es tecnológica. Todo su acento está puesto en la comodidad material y en la acumulación de bienes para lograr la felicidad. Entonces, la religión y la filosofía aparecen como disciplinas secundarias, destinadas al entretenimiento humano más que a la profundización de uno mismo hasta nuestras raíces sagradas. En el Antiguo Egipto el acento estaba puesto justo en lo contrario. Su civilización mágica había llevado la mística y la religión hasta extremos tan elevados que, según la tradición, Platón, por ejemplo, se había formado con los sacerdotes egipcios. Y esto al lado de los herederos de las pirámides y de las estatuas de diorita.  

     Podemos ver cómo en el gran ciclo histórico de la Humanidad hay momentos civilizatorios donde una civilización pone su energía en uno u otros de estos aspectos. Así, suele ser un lugar común pensar que la tecnología en el mundo antiguo no estaba tan avanzada como en el nuestro. Sucedía, más bien, que no tenía la misma importancia. Hoy en día un artista puede pintar un cuadro según los cánones renacentistas, o esculpir una estatua siguiendo el modelo artístico de un Miguel Ángel. Y, sin embargo, no lo hace, prefiere seguir sus propios impulsos o ceñirse a una escuela artística diferente; no obstante, el canon artístico del Renacimiento es insuperable. Pero los artistas modernos tienen puesta su conciencia en otros modelos, no peores, sino diferentes. El mismo ejemplo podemos poner de la tecnología en el mundo antiguo. Sus ingenieros y artesanos tenían conocimientos muy cercanos a los que permitieron la primera Revolución Industrial en el siglo XVIII. Sin embargo, no siguieron ese camino, porque para ellos la tecnología no era un fin en sí misma, sino un medio de plasmación de otras ideas filosóficas, religiosas o místicas. 

     Uno de tantos ejemplos lo tenemos en los colosos de Memnón. Son dos estatuas dedicadas al Sol naciente, uno de los tres aspectos solares que veneraban los antiguos egipcios. Esta pareja de estatuas sedentes cantaba el triunfo del Sol luego de haber superado con éxito las pruebas que sufría durante su viaje nocturno a través de la Duat. Cuenta la tradición, y hay viajeros griegos y romanos que la corroboran, como Herodoto y Séneca, que una vez que estas estatuas recibían el primer rayo solar, emitían una nota muy característica, la que hoy llamamos la en la escala de siete notas. Se cuenta de algunos músicos de la escuela pitagórica que viajaban hasta un lugar tan remoto para afinar sus liras. Desgraciadamente, una restauración de los mismos ordenada por el emperador romano Septimio Severo hizo que quedasen mudos hasta hoy, aunque una leyenda atribuye a Denon, el erudito francés que visitó Egipto con la expedición napoleónica, el comentario de que él había escuchado de nuevo esa nota emitida por los colosos. 

Javier Ruiz

Utilizamos cookies para asegurar que damos la mejor experiencia al usuario en nuestra página web. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies.